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martes, 23 de octubre de 2012


El rostro de Dios


Hay algo en el ámbito nocturno que rodea las calles, que hace presentir el día 
grande de Dios, ese día en que recordamos su despedida con los que le
acompañaron durante años, con las mujeres y hombres que siguieron su doctrina 
y que unas horas después de convivir, juntos, en el cenáculo, ¡ay, pena amarga de
 desengaños y soledades!, le venderán, le traicionarán y lo que es peor, le negarán.
 Pero eso ocurrirá otra vez después de más de 2000 años, mañana Jueves, 
hoy, ahora, esta noche, está Cristo muriendo por la Alfalfa. Entre las tinieblas 
que da la luz vestida del mismo tinte, entre el color de la pena que visten sus 
hermanos, entre los recuerdos de otrora dibujados sinuosos, en las transparencias
 coquetas de cristales que juegan a ser memoria de la ciudad, en una calle estrecha 
y larga llamada de la Alcaicería.
 La silueta de Dios, clavado sobre estipe y patíbulo, con tres clavos de forja
 fría y negra, se desdibuja en las cales de la ciudad, mientras en un rincón íntimo 
y austero, Doña María se postra de hinojos orando al Padre, suplicando que pase
 el amargo cáliz de las injusticias.
 El rostro de Dios, hundido sobre el pecho, magullado, lacerado, inerte.
 El rostro de Dios, al que se mira y admira cada anochecida trémula del Miércoles, 
cuando el regreso al Templo es mandato, no deseo, pues la ciudad quiere buscar 
su memoria entre las carnes llagadas de Cristo, entre los quebrantos de 
la Madre de Dios y de la Palma.
El rostro de Dios, intacto pese a los siglos, pese a los años, pese a la vida.
El mismo rostro de Dios que la ciudad coronara en la Magna Hispalensis, 
de cedro y devociones.
El mismo rostro de Dios, que aquel costalero antiguo gustaba de contemplar 
con inusitado embeleso cada Miércoles Santo, siendo aún joven de edad, 
con las ilusiones caladas en el costal y la devoción ceñida en la faja.

Ese rostro del que aún guarda clara la memoria y cuya perspectiva descubría 
casi una hora antes de salir bajo sus andas, en una sintonía perfecta entre el Dios
 hecho hombre Crucificado y la mirada atónita del costalero mozo aún, 
bajo las trabajaderas de su paso, buscando el encuadre perfecto del hueco
 del cajillo, por donde Cristo clavaba sus moribundas pupilas en los ojos de Alberto Gallardo.
   
No falló ningún Miércoles Santo, Señor a Tu cita, mientras su cuadrilla, 
la que comandaba ese “pequeño gran hombre” llamado Alfonso Borrero Pavón, 
maestro de capataces, tuviese el privilegio de llevar tu estampa por las calles de Sevilla.    

 Hoy, Señor de antiguas devociones de la ciudad, Santo Cristo de Burgos 
y de Sevilla, permite dejar el lirio de mi pluma en recuerdo a un costalero antiguo, 
que la vida tuvo a bien hacerle el honor de nombrarle capataz de Sevilla y que
pese a los años transcurridos, sigue atesorando tu mirada, como aquel primer
 Miércoles Santo en que descubrió el rostro de Dios, entre claveles de sangre 
y el hueco íntimo del cajillo y la Cruz.

 Quede para la memoria de cuantos leyeran estas líneas, la devoción de
 aquellos costaleros que el tiempo olvidó y cuyos recuerdos perduran en los 
sentimientos de aquellos que lo vivieron y aún se encuentran entre nosotros.

                                Irene Gallardo
                                                                           Todos los derechos reservados © 
(En recuerdo de los años que mi padre,
Alberto Gallardo, llevó sobre sus hombros al
 Stmo. Cristo de Burgos, para la devoción de Sevilla)