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domingo, 23 de diciembre de 2012


Navidad de caramelo

-El pregón era distinto aquella mañana, había cambiado de son y de escenario.
Con la tenue luz invernal de las primeras horas, aquella niña de trenzas claras y frente risueña, despertó a la mañana con la cantinela de unos niños y el rumor de las bolas en un bombo de metal, como si, según su inocente entender, de una gran bolsa  llena de canicas se tratara.

Era el preámbulo de la navidad, el sorteo de la “esperanza” de muchos y de la “ilusión “de todos.
Hacía frió y la mañana  tenía el color de la panza de un burro.

Los cristales se vestían de una vaporosa película, que permitía desarrollar la capacidad imaginativa y hasta epistolar infantil.
En la calle, el hombre de la “ropía”, venia pregonando su oficio al vecindario,  dejando paso en el gélido escenario del invierno, al eco disperso en el aire, que hizo suyo otro pregón, el del carro, su cansino burro y el “mantillo” para las macetas. 
Cuántas veces la niña, imaginó como sería la vida de aquel primo lejano de platero, al que ni tan si quiera, la inclemente mañana de diciembre, hacía arrugar sus erguidas orejas.
La tarde, vestida de tibia luz, suave como el roce de unas manos que comienzan a querer, le regaló a la niña la estampa del carrito de castañas. 

El carbón ardía en el perol y la humareda inconfundible, traía el olor sabroso del fruto tostado del invierno.
Las calles lucían colgantes de colores con estrellas y velas, que encendidas, guiñaban a la niña su complicidad, porque sólo para los más pequeños del barrio se habían puesto tan guapas, como mocita perfumada y coqueta, que por primera vez se pone medias de cristal.
El calendario llegó a su invierno, abandonando el estado otoñal que le obligó a perder sus hojas.
Se había vestido de azul inmaculada y de pulcra inocencia.
En las calles, había algodón dulce, del color de las nubes cuando el sol habita el aljarafe.
y globos que volaban llevándose con ellos la ilusión hasta el cielo, que es de donde nos viene, porque nunca estamos más cerca del cielo que cuando somos niños.
En la noche, rumor de sonajas y panderetas, de campanillas y almireces.
Voces claras que cantando  leyendas, más antiguas que la propia luna y más sentidas que una nana dulce, pasaban calle abajo desterrando el silencio, llamando a la alegría.

Sobre el aparador de la sala, todas las figuritas ocupan su sitio. 
Era un ritual que cada año se repetía con la misma parsimonia y ternura.
Pastores, ovejas, gallinitas, puentes, ríos de papel de plata…y al fondo, aquella luz tímida que simulaba un pequeño farol, anunciando que el niño dormía plácido y bello, entre romero y lentisco.
Por la noche, los padres le dijeron a la niña, al destapar al niño dios, que ya era Navidad. 
Pero ella ya lo sabía, desde que aquella mañana fría y gris, cambiara el son del pregón.  
     
El tiempo de la niña se detuvo en el reloj del alma, ese que rescata cuando le place, las tiernas vivencias.
Hoy lo ha vuelto a hacer, al olor de la alhucema, al amor de la copa de “cisco picón”  que arde en el brasero de cobre, junto a la badila.  
¡Feliz Navidad, amig@s!

                                                          A los niños de cuarenta años.
                                                              Irene Gallardo